Hoy, os contaré una historia.

Esta historia trata de una princesa, una princesa que jamás se había quejado de su vida, que tenía prácticamente lo que quería con tan sólo chasquear los dedos. De una preciosa princesa, que siempre tuvo lo que quería en un abrir y cerrar de ojos. Una princesa que pasó de ser una damita, a ser un chico, de ser castaña, a ser rubia en tan sólo una sesión de peluquería hecha por la reina. Una princesa que sacaba y saca muy buenas notas, y una princesa a la cual sólo le hacía falta poner ojitos a su padre, el que era el rey, para tener lo que quisiese. Una princesa que sabía manejarse, y que conocía a sus padres tanto para engatusarles con muy pocas palabras. La reina y el rey la llenaban de besos, caricias y abrazos, aunque también de chocolate, monedas, y refrescos que a ella tanto le encantaban. Era la princesa, la pequeña del castillo. Aunque nunca se dio cuenta, en todos los años que vivió en aquel castillo, siempre era ''mamá, hazme el desayuno y tráemelo a la cama’’, ''papá, cómprame un ordenador y llévame de compras’’, ''tío, cómprame una tele y dame dinero’’, y así hasta que, un día, sin saber cómo ni por qué, se dio cuenta de todo lo que había pasado en esos catorce años que había vivido en aquel lujoso castillo. 
Aquella princesa, jamás ha podido quejarse de sus fabulosos amigos, y, hoy por hoy, sigue sin poder hacerlo. 
Aquel lujoso castillo, se convirtió en tan sólo un pisito con cucarachas, pero no, ella no se mudó, no se movió un centímetro de su posición. Tan sólo fue que... destronaron al padre, y vino otro ''rey'' que jamás será lo que fue el primer rey. El castillo se fue convirtiendo poco a poco en tan sólo un lugar dónde pasar las horas, sola, sola como jamás estuvo. Claro, su hermana mayor estaba perdida por el mundo, pero parecía que era la que más hacía por ella. Y, bueno, la reina y el nuevo rey parecían felices. La princesa siguió viendo a su rey, al verdadero, y siguió sintiéndose como la princesita que era, como la pequeña, que es lo que siempre será.

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